Descripción del blog

Combinación de escritos e imágenes, palabras y esbozos, o, al fin y al cabo, letras y trazos. Textos variados con sus respectivos dibujos de aquello que evocan. Aquí encontraréis aproximadamente cada semana una dosis de ideas y sensaciones, un intento de transmitir nuestra visión de la realidad, o de hecho, nuestra ficción.

miércoles, 15 de enero de 2014

Maesta Virum




     La verdad es que era un hombre triste, de los que no levantan cabeza porque el Sol les ciega. Su vida no era digna de contarse, ni mucho menos merecía una novela. Por eso supongo que tan sólo se contará este relato sobre él. Se levantaba por las mañanas porque más triste era soñar. Era como contarle dormido lo que nunca tendría al despertar. Presagios de otras vidas que echó a perder, sin llegar a jugarlas. Como cada día intentó engañar al destino sonriéndose al espejo, pero su reflejo lloraba. Se vistió como lo hacen los hombres tristes. Camisa gris, traje gris, corbata gris, calzoncillos grises, zapatos grises y calcetines color ceniza. Salió de casa sin ver nada, sin fijarse en nada. Los ojos al suelo y el corazón a rastras. Y os preguntaréis porqué no decía nada su corazón ante todo eso, porqué no gritaba y palpitaba. Pues porque los corazones de los hombres tristes son mudos. Les cortan la lengua y con el tiempo se olvidan de él.
     Es una pena que el hombre estuviera tan triste porque era un día genial. Era un día tan bueno que en lugar de mucho Sol, había mucha Luna. No había ni una nube y llovían a raudales hojas de otoño. La Tierra que no soporta la gente triste hacía todo lo posible por alegrarle el día, pero el hombre nada, que estaba muy triste, que la Luna no alumbra y que las hojas molestan al andar. Le hizo un trono la Tierra donde se sintiera más alto que los rascacielos que salen en las fotos de la gente que visita Nueva York. Más grande que las camas de los hoteles de lujo que aparecen en las películas. Un trono donde no tuviera que levantar cabeza para verlo todo, donde se viera todo tan pequeño que él tuviera que sentirse grande. Y una vez arriba el hombre, cabizbajo, entreabrió unos segundos los ojos, para mirar como siempre al suelo. Qué vértigo pensó. Y volvió a cerrarlos.

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